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Partido Ovino Lechero

Hoy presenta su candidatura: POL | Partido Ovino Lechero

No podremos hacer que llueva, pero estaremos allí donde el agua esté. Siempre hacia adelante, hacia arriba, en busca del verde (el que brota y el que se apilona), de refugio, de bienestar.

Lejos estamos del carpe diem, pero abogamos por una vida en insistencia del día a día: abrir la mirada, comer, digerir, descansar y volver a comenzar. Antender a la luz nueva que trae cada día, a la presencia de rocío sobre las hojas, al viento cuando es protagonista y dispersa el ritmo de nuestras esquillas.

Daremos tanto bien como bondad recibamos. Evidente, claro está, pero si nos fijamos en los resultados del camino recorrido por la humanidad, está claro que este recordatorio no está de más. Praderas de suelos salubres, bosques clareados, en un establo con cuidados, techo, paja nueva y con atención plena en detrimento del bípedo, daremos leche dulce, untuosa y nutritiva para el buen paladar.

Prometemos que durante nuestra campaña y, llegado el caso, en la extensión de nuestro mandato, no sonará hit alguno de los Beatles.

Cuestionamos tanto paternalismo, la siempre aumentada mirada homocéntrica que presenta cálculos de ingesta, robots que amantan. Porque sólo basta con seguirnos el paso para comprender.

Bajo ningún concepto destinaremos fondos a estudios a fondo perdido de tipo: cómo afecta un determinado soundtrack a la maduración de los quesos o ¿saben las ovejas reconocer a su cuidador? La mano que amansa de la mano que apaliza, descuídense, todas las rumiantes la sabemos diferenciar.

Revertiremos la discursiva esta del rebaño de ovejas en clave de atontamiento y mansedumbre irreflexiva: quién sino los humanos se graban bailando una coreo de brazos estrechos solos, se atiborran de alimentos insalubres inducidos por campañas por ellos mismos desarrolladas, se mimetizan en cada nueva temporada porque tres señores señalan que es momento de cambiar el armario porque las lentejuelas ya pasaron de moda.

Abogamos por la selección natural: ‘si no lo mueve, acuéstese’ ya lo dijo Bad Gyal.

Enarbolamos el andar como medicina ancestral, natural terapia de silencio, de costos reducidos y en pura exigencia de compromiso personal. La contemplación pausada para los mediodías de canícula, la quietud que todo lo asienta en las noches, previo al reposo, previo al olvido.

Autosuficiencia, autocomplascencia, desarrollo sostenido de la realización personal autónoma de actividades diversas. No aislar a la infancia de las bestias y la tierra, contaminarlos de posibilidades, visibilizar mundos diversos, realidades tangibles. No nos hundiremos en la memoria del folclore: haremos de las manos labor, oficio, callos de penares y alegrías nuevas.

No consentiremos, mimaremos, chamullaremos en pos de votos. Andamos de frente con hechos: a la que nos sea posible y/o necesario les pedorrearemos en la cara, les mearemos las manos, haremos que pisen nuestra bosta fresca, blanda y resbaladiza hasta caer, les pasaremos de lado ante un tropezón, miraremos con indiferencia desde la distancia cuando en llanto nos pidan volver. Es lo que hay, lo que tenemos: las máscaras caen pronto, no merece la pena esconder.

Pondremos un micrófono a los señores que vacían de agua los subsuelos de estos valles, para que expliquen cómo logran que vayamos a la góndola a pagar por la materia prima expoliada, para que nos presenten a los asalariados que logotipan de natural, orgánica y sostenible su avaricia, hasta que no quede una gota y su maquinaria quede dormida y sea tomada por las raíces, las flores, las fieras en fuga.

Por esto y tanto más: votá POL!

Mujer oveja

Un sueño recurrente en mi infancia fue el de ser un centauro. En parte la culpa se deba, como en otros tantos delirios más románticos, a Disney y a su peli ‘Fantasía’. Trotaba grácil y con la cadera suelta, el pecho erguido, el pelo desatado y al vuelo por detrás.

Lo más cercano que estuve nunca de aquella sensación fueron las vacaciones en La Cumbrecita , cuando mis viejos nos alquilaban una excursión a caballo por las sierras. El calor de la piel de oveja sobre la montura y la presión de la columna del caballo contra el pubis. El vientre abultado sobre el cual mis gemelos se prendían con fuerza. El perfume de animal caliente. Cerraba los ojos y pensaba «qué yegua», con todo el contenido del sustantivo. 

Una sensación similar a la de mis sueños la revivo caminando junto al rebaño. Cuando así, todas apretadas, atravesamos un camino estrecho, un cruce incómodo, la parte animal de mi conciencia funde su realidad bípeda en su paso cuadrúpedo de pezuñas sobre la tierra y tetas desvestidas. Del ombligo hacia la entelequia, muto a mujer oveja. Mi propia garante de presión púbica. De gracia funcional y netamente autocomplaciente. 

Fuckin’ moscas man

Cuantos más motivos busco para explicarme el por qué de tantas moscas enredándoseme en los rizos, más confusa me siento.

Tengo las mosquiteras primavera/verano, las tiras pegajosas y un establo alfombrado de mierda a sus pies. Pero esquivan barreras y con insistencia se juegan la vida buscando una esquina abierta en la sábana que me cubre. Ese jodido zumbido. El tormento de su aleteo incesante.

Se dice que las atrae nuestra piel sucia, la acumulación oleosa de nuestra traspiración. Lo rancio de nuestra especie.

Constaté esta verdad en carne propia el pasado verano. Tres noches y cuatro días a 32 grados a la sombra, el polvo del camino, una tarde de esquileo y una jornada haciendo hileras con un rastrillo. Roñosa. Así que me acariciaba las piernas formaba bolitas negras, idénticas a las que hacía en el cole cuando me fregaba las palmas con un chorro de Plasticola mediante. Entre tanto, dos días de menstruación. Nos costará reconocerlo, pero la agitación hormonal también agita nuestras emanaciones corporales. Los resultados fueron contundentes: la soledad como compañera y racimos de moscas condecorando mi silueta.

Hoy me duché con agua helada, sin cloro, sin patógenos. Me fregué hasta las cuevas entre cada dedo con una áspera esponja vegetal. Si estoy viva, que cualquier célula muerta sea alejada de mi por la fuerza de Coriolis. Enjuago mi cabeza desplomada hacia delante. Qué linda la espuma a mis pies. Podría ser el mar, más lindo sería. Mas es mi casa, mi trabajo y un sencillo plan para las moscas alejar.

Hay personas que se meten en la cama con un vibrador. Las vibraciones justas justo donde deben estar. Y estoy yo, aunque persona también, que con el ceño fruncido me meto en la cama con una raqueta mata moscas entre las manos. La vibración incómoda para acallar unas vibraciones perturbadoras. La vida no siempre nos sirve el jugo que querríamos beber.

Las espero en quietud. Un tennis mortal que cargado tira 220v al aire. No son bichos imbéciles: aún comiendo mierda, desde los días del triclinum, supone su alada existencia una amenaza para nuestra especie. Y ellas, concientes de su ‘mosquedad’, llevan milenios legando toda su sabiduría de supervivencia en ciclos vitales de 28 días.

Pudren la fruta, gestan sus larvas en el ano de los rebaños. Se alimentan de nuestras heridas y reparten el mal siempre con un zumbido alegre. Una sopa con mosca. Moscas sobre la carne que cuelga previa al tajín. Moscas ahagadas en la taza de leche. Moscas sobre la arenita de tus gatos. Moscas sobre tu bebé.

Lo mucho que nos incomodan se refleja también en este espacio virtual: no tienen emoticón que las represente.

Lo más lindo que en relación a ellas recuerdo es la vecina que paseaba por su balcón con un matamoscas celeste. Cacheteaba la pared procurando así una actividad amadecasera lícita para controlar el movimiento de la calle y chusmear por las ventanas ajenas.

También estaba Fabri, el panadero ecuatoriano que las cazaba al vuelo y las estrolaba contra el suelo blanco y enharinado del obrador.

Yo, muy lady of the flies, las espero en quietud. Su aniquilación huele a pelo quemado y ésto que para algunos seres representa una alarma de huída, en las moscas pareciera actuar como un llamamiento subversivo. Me localizan y se ensañan. Algo de los túneles en mi cabeza. Mullidos, sombreados y tibios a la vez. El punto justo donde estar a gusto y martirizarme.

Para mi consuelo, volverán las heladas y bajo su manto granizado la momentánea extinción de las delatoras de mis pensamientos de mierda.

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Viele Katzen

El primer gato que llegó a mi en esta adultez me lo trajeron en el pueblo. Un gatito chiquito, naranja oscuro, naranja clarito y blanco. La llamé Iris y esa misma tarde después de un intercambio de fotos con mis amigas gateras por whatsapp, tuve que salir corriendo a la veterinaria a comprar leche para gatos lactantes. Leche en polvo en sobrecitos monodosis color plata. Yo que durante más de tres años había nutrido la mielina de mi hijo a pura leche que de mi brotaba. La compra de cuatro sobres casi me sopla medio sueldo, así que, una vez confirmada su supervivencia, empecé a mezclar el polvo con leche de nuestras ovejas rebajada con agua.

Los fines de semana changueaba y como el flaco estaba con el rebaño, me llevaba a Iris y la tenía escondida en una caja gigantesca para, pipeta mediante, alimentarla a las horas señaladas. Tan chiquita era que no sólo en llenarle de comida las tripas se basaban sus cuidados: tenía que acariciarle el ano con un paño húmedo imitando la lengua de una madre que le estimula los sanos reflejos digestivos. Karen, gatera por excelencia, me inistió en que las mismas caririas tenía que hacérselas sobre el cráneo: cagar es fundamental, tener un cerebro despierto, también. Fue creciendo así de viernes a domingo hasta que mis compañeras vinieron entre café y cigarro a avisarme que «tienes la gata saltanto entre los cojines».

La llevé una mañana nerviosa a la veterinaria: – ¡Marta, Marta! ¡Tiene muy inflamada la vulva!- Le veo el gesto aún, la caída de sus párpados que explicaban que no era inflamación alguna, que eran sus pelotas saliendo a la luz. Iris, mi gato Fanta.

Empezamos a socializarlo en la granja y los perros encontraron en él un divertimento veloz. Veloz era él también y enseguida aprendió a refugiarse debajo del auto, sobre un eje, entre los amortiguadores. Veloz, intensa y dolorsa, también su  muerte, una mañana que con Aniol salimos apurados de la granja no habiendo revisado de forma minuciosa los bajos de la chata.

Nuestro segundo gato llegó bajo el polar del flaco una tarde de pastura otoñal. Bajo la llovizna, dentro de una densa neblina. Nuestra anterior mastina había hecho saltar una gatera estando la madre afuera y de la mandíbula de la Sombra el flaco permitió renacer a una gatita escurridiza y rabiosa. Ojos celestes y pelo gris, la cola como un gato salvaje. Lua, la gata caída del cielo.

Nuestra gata de bosque devino gata de granja. Sola estuvo hasta que el celo la llevó a arrastrarse por tres días y tres noches por los bosques llorando desquiciada. De Tenorio hizo un gato negro con manchones blancos que parecía un espíritu complaciente salido del riachuelo.

Otra tarde de lluvia oscura y otra gatera de bosque. Esta vez la Sombra despeinó un gatito azabache de ojos amarillentos. Tenía el pelo sin brillo y debilitado, era flaquiiito flaquito pero manso y decidido a dejarse cuidar. Con Aniol hicimos de un transportín su enfermería y yo, subida en la fiebre de bárbaros sensuales y decapitadores, lo llamé Odín. Había empezado a hacer vida en la granja, aprendiendo a escapar y desconfiar, pero una mañana de ordeño, nuestros perros todos liberados, el grito partido de Aniol. Enderezamos la cabeza. Soltamos las ubres. Levantamos el cuerpo. La mirada fijada en un punto negro inerte en el patio del establo.

El desconsuelo lo lixivió el parto de Lua. Como las gallinas, como los patos, ella también encontró calma y refugio bajo las comederas de las ovejas. El establo es un espacio de paz. De su vientre y hacia Euskal Herria con Maia, se fue Lluna, una gatita calcada a su madre. La Mitjana, una gata mitad grisácea, mitad blanca, desapareció después de haberme seguido una mañana de pastura mientras esperábamos una llamada para asignarle familia. El más oscuro fue la elección de Aniol. Lo llamó Odín, dios del mimoseo.

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Sabe a casa

El sol calienta el suelo. Lluvia, rocío, el goteo húmedo de la primavera. La tierra sostiene y acuna. Germina, brota y enraiza hierba, tréboles. La huella del tomillo en el aire. Las manos que gestionan el espacio.

La oveja arranca, mastica, rumia. Se nutre y digiere. Pare una cría y produce leche. Anda y dibuja senderos. Retazos de lana en la corteza de las encimas. Las manos que gestionan el rebaño.

Las manos que ordeñan, filtran, calientan y transforman. El reposo, una siesta madura.

Un manifiesto romántico.

Una entidad.

El maravilloso collar de química y humanidad.

Lo inasible del paisaje en un bocado.

Un legado.

Una rareza.

Un idioma.

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A table

La Omi, siempre que iba a su casa, me decía ‘du musst nicht schlürfen’ y entonces aprendí que en alemán existe un verbo para señalar el sonido que emitimos en el acto de chupar la sopa con inspiraciones en vez de volcar su contenido con silencio en la cavidad bucal. Me enseñó que en la ingesta, es la cuchara la que sube la a boca y no la boca la que baja hacia la cuchara. Que mi espalda debía estar erguida y mis codos arrimados al costillar. A ella la habían instruido con libros sobre la cabeza y sostenidos entre brazos y pecho, pero que mis tiempos eran otros y sin más esfuerzo que la práctica, los modales podría alcanzar. Me ponía un platito separado para la ensalada y un cuchillo redondeado para untar el pan. En su casa usábamos servilletas de tela suave con márgenes bordados. Tomábamos el agua en copas de vidrio gordo y la leche llegaba a la mesa siempre dentro de un jarrito. El pan reposaba dentro de una panera cerrada de tela. La mesa vestía mantel, individuales, reposavasos y unas bandejitas circulares plateadas para las botellas. 

Muchos años más tarde me contó que su papá, hasta el exilio, había trabajado vendiendo y llevando de Europa a Argentina, porcelana, mantelería, copas, cubiertos y toda la elegancia requerida para restaurantes y hoteles de una tierra bulliciosa.

No voy a mentir: quedé tarada y me jode oír la masticación abierta del otro, intuir la entrada de flujo sopero hacia el tubo digestivo. Me contagia una especie de dejadez ver a alguien comer con medio cuerpo estirado sobre la mesa, una falta de respeto ante el plato que enfrenta.

En este panorama, las ovejas, las bestias, se me presentan como bellas comensales. Rehúsan comer hierba que haya estado en contacto con el suelo, con el polvo. Cuando la hierba es frondosa despliegan la mandíbula y la engullen como yo un helado frente al mar. Cuando la hierba es corta, se acercan a ella haciendo con la boca movimientos rápidos y cortantes. No comen de allí donde huelen abono, no buscan nutrientes debajo de la tierra. Arrancan las hojas de los árboles dependiendo de la forma de cada planta: las hojas de la zarza las ingieren de una a una, con cautela; las de la enzina, cuando son jóvenes y aún mantienen ángulos en punta, las arrancan de a pocas; de la retama tierna mastican las ramas y pareciera que se preparan para una partida de palitos chinos. Del bambú, del fresno, de la haya, de la hiedra y del castaño, mastican las hojas a manojos como quien muerde el ramo de un amor dolido. Comen en silencio. Sólo el tintineo de los cencerros y el corte del vegetal se oye sonar. Su andar se vuelve calmo: el alimento es algo por lo que cabe demorarse.

 

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15 de juny: el dia dels burros

  1. Inocentes palomillas

Internet esconde una trampa mortal: todo aparenta sencillo y comúnmente realizable. Todo aquello que se precie de tener valor puede ser sencillamente encontrado y comprado y los animales no son una excepción. Antaño solía nuestra especie transhumar por ferias ganaderas, fiestas de pueblo y mercados rurales con los animales de los cuales se quería y / o debía despojar. Las constataciones de calidad en aquellos días eran bastante sencillas. Un primer encuentro cara a cara dice casi un 80% del comportamiento del animal si una sabe leer las pistas, las señales emitidas tanto por el animal como por su dueño.

Habíamos vuelto de Euskal Herria determinados a ser pastores de ovejas. Buscábamos tierras con ahínco y frustración y nos consolábamos cuidando la parcela donde cuidábamos de nuestras primeras ovejas latxa. El bien iría llegando y nosotros hacíamos del tiempo un valor de no-espera: nos sumimos en meses de formación, en diseñar posibles sistemas, en definir las rutas a seguir. En aquel bucolismo de perspectivas el flaco creyó que sería posible y necesario trabajar tierras, bosque y paciencia con tracción animal. Es éste un claro ejemplo del envenenado anzuelo de Google y sus tutoriales netamente positivos: una persona cuyo recuerdo más agradable de un équido es la volada astral que le causó a los nueve años se convence de que nada sería más sencillo que domar un caballo para trabajar.

Entre hueste y hueste se coló un burro en adopción a 30km de distancia. La entrega la gestionaba un nieto que promovía un burro joven y manso, preparado para sobrevivir las inclemencias de los primeros días con novatos, tierno con los niños, de estatura baja. Un copado, vaya.

A la mañana siguiente depositamos a nuestro vástago en la escuela. Tres años, pañales descartados y en pleno teatral y dificultoso trabajo de destete. En cada feria gasta una vuelta en pony y sonreímos cómplices con su papá imaginando su estallido emocional ante un burro en propiedad. El romance de las expectativas maternales es inabarcable.

Fiat Dobló en ruta. Sandwichito con zanahoria y pasta de maní o con tomate, lechuga y huevo duro. El termo con el agua caliente, el mate tembloroso y cuatro manzanas. El dial trabado en la radio que da noticias en bucle. Los limpiaparabrisas jodidos, sin agua; el vidrio opaco. Los pequeños desplazamientos a comprar materiales o visitar granjas son nuestras salidas de a dos. Un coqueteo cargado de proyecciones y filosofar sobre las dificultades de la sencillez vital.

Nuestro destino es una casa que no termina de encajar con la urbanización lindante. Es ladrillos, cemento, pintura ocre y macetas con geranios y alegrías del hogar, piedritas polo blanco de jardinería marcando el sendero de circulación. Con tres perros aburridos atados a correas largas y estáticas. Con mucho polvo y tierra reseca. Pegado a la casa un establo de esos que los abuelos suelen ir construyendo: un palet acá, dos vallas de óxido, un par de antiguas camas haciendo de puertas de corral pequeño. Rollos de alambre reciclado. Un gancho lleno de sogas y enjambres de sisal. Estructura contra estructura y caminos que se van abriendo de acuerdo con la necesidad. Urbanismo de resistencia agraria.

La abuela se seca el jugo de las papas que estaba pelando y nos pasea por un túnel de maderas; clavadas algunas, apiladas muchas. Telas de araña masivas y empolvadas, todo eso hermoso de la falta de corrientes de aire. Pajareras amplias repletas de gallinas. El olor a tierra meada, a gatos vagos y a ratones resilientes. A la salida de este chiken cross circuit la luz y el aire virgen de ácido acético y amoníaco nos marean. En una especie de rodeo catalán de cuarenta metros cuadrados de tierra compacta y desgastada, tres burros. Uno alto, de pelaje corto y tupido de forma irregular, andar lento y mirar calmo en una esquina. Uno pequeño y ligero, gestos delicados, orejas en punta, ágil y agraciado. Una bestia cariñosa que se acerca a saludar a la abuela que lo pretende entregar. El tercero es de tamaño medio, algo robusto, pezuñas gastadas y pelo oscuro. Corre en busca del infinito al vernos. Estira el cuello en alerta al oír a la abuela pronunciar su nombre. Da un par de vueltas y empieza a seguir al burro número dos. A partir de este punto sabremos que el tranquilo y joven burro número dos es una burra y que el tercero, empalado y desbocado, es el semental incontrolable de quien la dulce abuelilla se pretende deshacer. Y aquí un nuevo inciso: la señora quiere mucho a la dulce burra púber, un poco al burro abuelo y nada al burro poronguero. El señor los quiere a los y a las gallinas ponedoras y  a las gallinas de engorde y a los perros atados y a los gatos vagos y a los ratones festivos. Pero el abuelo está postrado en plena recuperación y viéndose finalmente ama y señora de la carga laboral, la abuela decidió ir cerrando franquicias y deshacerse de todo aquello que sólo le representa another brick in the wall. “Nuestro” burro agiliza los derrapes, se agita, salta, asoma la dentadura y nos descubre que más que tres tiene siete años, que no es dócil y que no tiene en este páramo desherbado más finalidad de vida que ponerla.

Fiat Dobló encarada de culo hacia una puerta del corral. El nieto marchante y el flaco maniobran las ancas del burro para instalarlo en la caja del auto. Chaus, gracias, buenos días y buenas vidas.

  1. Lalaland

Mimamos a las corderas con rapidez inusitada y armamos el escenario para la salida estelar de nuestro burro. Le aclimatamos el antiguo corral de las ovejas, un rectángulo de dos por cuatro, con una casita de madera de una altura muy por debajo de la suya y un cercado ligero de un metro de altura. Habíamos comprados una puerta con cerrojo. Cargamos un balde negro con agua que traemos desde el pueblo, avena en flor en otro.

Con mi Renault 4L amarillo pastel recupero a nuestro hijo de la escuela. Pregunto mucho y él responde poco. Afirma no recordar nada, no saber nada y no haber vivido nada que necesite ser recordado. Dejamos los asientos de falsa piel marrón llenos de migas del pan que vamos picando. La Renoleta se sacude y circula fresca. Un auto que va despacio y suena fuerte a lata que se mueve, a un motor poco insonorizado. Le digo que la vida te da sorpresas y que la tarde huele hermosa a hojas verdes, a asfalto caliente, a eso que exhalan los poros cuando el polvo se les pega.

Nuestra llegada coincide con el regreso de las gallinas a su refugio. Tres Sussex bien gordas y productivas, una perica pelirroja de moño con tres dobleces y otra gris con las patas levemente plumadas, una gallina y un majestuoso gallo Pota Blava. Su presencia llama al maíz. Picotean, se pican, se empujan y corren por ocupar el mejor lugar del palo.

El burro se hace evidencia y nosotros no le damos a nuestro hijo tiempo de reacción. ¡Mirá lo que trajimos! ¡Un burro! ¿Viste qué lindo? ¿Te gusta? Lo buscamos mientras estabas en el cole. Es nuestro, para que lo cuidemos. ¡Qué sorpresa eeeh! ¿Te gusta? ¿Querés tocarlo? ¿Querés subir encima? ¡Tenemos que pensar un nombre!

Él tiene sueño, la escuela le llena los cajoncitos de aprendizajes uniformes y de progresión pautada que le desgastan la juventud de estreno. No tiene ánimo para autitos ni pistas de barro. Pero acá nosotros padres y toda la excitación de un día de idilio empujamos para saltar de la proyección en la caverna a una realidad palpable. Abro la ridícula puertecita con cerrojo para dejar que el burro se asome a su propio ritmo. Nos mira y así encarados tomamos consciencia de que no lleva ramal, de que no tenemos cuerda con la que emular las vueltas en pony. Aún así, su papá lo eleva en vuelo agarrándolo por las axilas. El nene levanta las piernas desplegadas como un paréntesis de examen capcioso de gramática y colgado de su padre disfruta con cierta tensión de los diez segundos que dura el desplazamiento analítico del burro. Yo me hincho y siento que la plenitud tiene mucho que ver con estas micro dosis de despreocupación propias de las primeras veces.

  1. A caballo regalado

Acelera en un crescendo imperceptible el paso de cara hacia el culo del terreno que se estira en forma de boomerang. Hacia la izquierda el espacio lo cubre la ladera de la montaña, hacia la derecha la continuación de la pirámide. El margen derecho está cercado con postes de madera enterrados con piedras y esmero. Malla de metro veinte. El terreno está partido en dos por un portón simple de malla y un tronco largo y longitudinal clavado abajo para anclar con su peso la puerta al suelo. Sistema euskaldun de sencillez y efectividad para la gestión de rebaños de ovejas. Y he aquí que nuestro analista en sistemas se enfrenta a la frontera y la hace caer con un simple gesto de su hocico. Gira por última vez la cabeza para mirarnos y acelera su trote. Hacia los lados no tiene necesidad de buscar escapatoria. Recto y decidido llega a la puerta final que, infaliblemente, está abierta. Ya dejamos de correr y de gritarnos, de ir y venir sin sentido en busca de algo que lo frene, de dar vueltas sobre nosotros mismos quizás buscando que la centrifugación nos escupa las soluciones. Nos pesan los hombros caídos y las piernas se nos clavan extáticas a la tierra. El burro podría haber tomado el camino de bajada, el de la semi salvación. Mas quiso la vida acelerar el curso de nuestro aprendizaje y el muy infeliz encara el trote de subida, tres curvas y algunos pedruscos, la ruta hacia la carretera de entrada y salida del pueblo: en pendiente, con curvas peligrosas, transitada y no apta para la circulación con animales

A nuestro hijo lo recupero al lado del gallinero, en duermevela como un bicho bolita. Suplica por la cama y nos dispersamos como un clan resolutivo. En la Renoleta el enano y yo hacia la casa. El guardia municipal en camino de bajada hacia la escena del crimen. Mi cría se duerme y a mí las piernas no me dejan de temblar.

El orden de las comunicaciones: un hombre que vuelve en su auto del trabajo hacia su pueblo ve un burro trotando a su lado. Recuerda que por esa zona un colega tiene montado un pupilaje de caballos. Lo llama jocoso preguntándole si sabe que tiene un burro jugando al Need for Speed. El colega trabaja en una cooperativa agraria. Hila pensamientos y recuerda que esa misma tarde a la piba de las ovejas le había vendido 5kg de balanceado para equinos. Pero de ella no sabe el nombre y de su compañero no sabe el teléfono. Así que llama a un pastor que vive a 40km preguntándole si a su hermano no se le habrá escapado un burro evidenciando, más allá de la proximidad de las parcelas que ocupan, que las opciones de hacer una estupidez semejante como adoptar un burro sin instalaciones ni nociones de manejo mínimas se reducen a dos personas. Así que el hermano del colega del conocido llama a su padre y le pregunta si su hijo mayor es dueño de un burro fugitivo. El padre llama a su primogénito y constata la verdad. El hermano mayor llama a la piba de las ovejas y constata la verdad.

Mi hijo despierta, grita y me reclama. Llora y necesita de mi cuerpo dándole calor en la cama para calmar el sueño. Visualizo al burro en la ruta y todo se dibuja como el caos del primer origen. Choques frontales, una familia en ruta hacia el cumpleaños de la abuela que es eyectada hacia el vacío. Un motorista que intenta esquivar al burro cae y patina debajo de las ruedas de un camión. El guardia municipal desbordado y frustrado que buscará venganza. Un burro adoptado sin contrato, sin registro, seguramente sin identificación. Transportado en una furgoneta sin homologación para transporte animal, sin un conductor habilitado para el transporte animal, hacia un terreno sin permiso previo para la tenencia de burros o semejantes. Calculo que iremos presos, Bonnie y Clyde de la estupidez rural. Siento el calor de mi hijo y mis intestinos obstruyen y disparan mis nervios.  ¿A quién tengo que avisarle que a mi hijo lo quiero con mi mamá?

El flaco acelera con la Dobló. EL burro trota, galopa, trota, se agita, se cansa, galopa y desacelera. Autos, buses y algún camión que suben o bajan y disfrutan de las vistas. Cierra la Dobló en una curva y bloquea el paso del burro cansado. Se viste de Hulk benévolo y diestro aprieta a la bestia de puertas para adentro. El guardia municipal llega con las luces titilando. Espía el asiento del conductor, echa una mirada de sospecha a lo western hacia el asiento del acompañante. Una bolsa de salvado, una botella de agua aplastada y dos envoltorios de Calipo hechos acordeón. El flaco aclara que es de un conocido, que no es suyo, que se escapó sin saber cómo, que ahora mismo llama a su conocido, que están todos bien, que muchas gracias y buenas tardes.

El burro pernocta en un garaje en desuso. Rabioso y hastiado, hace caer todo cuanto cuelga, se apoya y se sostiene. Botellas con aceite sucio, latas de esmalte reseco, botellones de vidrio y el tarot completo dibujado con clavos, tornillos y arandelas en el suelo. Se caga sobre las flores que se estaban secando, mea una bicicleta de colección. Aceites, ceras y todos los plásticos para armar una tarima. Una caja de escarbadientes aplastada. Ropa de trabajo revuelta y los comederos de las gallinas abollados después del último round.

Lo devolvemos junto con un billete de 50€ por la ilusión de sosiego perdida. El silencio de la abuela y la sonrisa afilada del abuelo.

Pitocracia

La leyenda dice así: una abuela queda al cuidado de sus cinco nietos. El fantasma culinario toma el control sus manos y se propone conquistar el exquisito y quisquilloso paladar de la prole. Honra a sus antepasados con cada papa que pela, hierve y hace puré con cariño. Tras un breve amasado, una pizca de picardía y dos cucharadas de coraje (cocinar y comandar una tropa de cinco no es asunto para tomarse a la ligera), da forma a la masa. Llega el momento del secreto, fuera todos del espacio sagrado! Puertas adentro se oye el menear de cacerolas, la explosión de burbujas, el susurro del fuego.
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El aroma del tostado tibio invade el aire.

El cielo se tiñe de sepia.

La puerta de la cocina se abre con disimulo. Cinco cabezas, en desorden cronológico, asoman su nariz (si de perros hablara, sospecho, sus colas serían presas de un vaivén eléctrico).

A comer!
[ Los Bubenspitzle! ]

Continua la leyenda y explica cómo un cierto día de mayo uno de los niños fue consultado acerca de su delicia predilecta. Recordó el sabor que las manos de su abuela supieron imprimir y entendió, a la vez, que su interlocutor no dominaba el alemán y que él, asimismo, no era un as en esto de las descripciones fehacientes.

Pitos, los pitos de la Oma, la mejor comida!
[ N.d.A. germanizante: Bubenspitzle podríamos traducirlo como pito de nene y la forma de estos ñoquis centroeuropeos es, predeciblemente, la de un pene de niño. ]


Hazte la fama y échate a cocinar.
Llegó el verano en que la Oma finalmente visitó nuestro rancho. Recibida con bombos y bonetes fue rápidamente internada en la cocina: Catalunya conocería los pitos.
Coincidió su labor con la madurez de las ciruelas, aquellas que coloreaban de violeta los paisajes de su vieja Europa natal. Revivió dos sabores en una mañana y sus pitos y los Zwetschgenknödel enloquecieron a todo catador.
Recetas, miles. La suya sencilla:
  •  1kg de papas, peladas, hervidas y hechas puré
  • 150gr harina («Pero vos fijate, nena, porque la humedad de las papas varía»)
  •  Una pizca de sal
  •  Una pizca de nuez moscada

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Una vez formada la masa, estirar tiras, cortar porciones pequeñas y dar forma… de pitos! Hervir en abundante agua hasta que suban a la superficie (la flotación será indicador de su cocimiento).
Por otro lado, calentar aceite neutro en una sartén y dorar en él pan rallado («Casero o de panadería, nena, que no tienen el grano tan fino»). Dorar los pitos en la sarten procurando que queden cubiertos de la mezcla de pan.
Se sirven dulces, acompañados de azúcar y puré de manzana, o salados.
En el caso de los Zwetschgenknödel, las ciruelas se envuelven enteras con la masa y el resto de la cocción se realiza de la misma manera que los pitos.
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